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viernes, 14 de marzo de 2008

Novela: Las oscuras sombras de las 20.00 horas (parte del diario)

Esos instantes cercanos afianzaron mi intuición, definitivamente había algo en esa mujer, un algo encantador, similar a la brisa del sur, ese sur distante y profundo que tanto añoro. Daban las oscuras sombras de las veinte horas. En mi reloj pulsera restaban cinco minutos para las ocho, siempre tengo adelantado el tiempo. Un presagio instintivo (las nubes anunciaban una tormenta) me hizo suponer que Anabel, la de las manos blancas, no llegaría. La gente allá afuera camina en todas direcciones, a veces se me ocurre pensar que tal vez alguien se detenga para decirme a dónde ir. Los autos pasan. Algunos regresan como perdidos y probablemente lo estén. Me consuela, de alguna manera, pensar que posiblemente no sea el único que a menudo se pierde. Una lluvia gradual comenzó a caer. Los paraguas de la gente comenzaban a abrirse simultáneamente. Algunos se refugiaban bajo los sobretechos, como si cubrirse del agua y el frió bastara para alejarlos, mas continúan ahí y siempre regresan, tarde o temprano, van a mojarse. Las miradas se pierden. Los ojos de lo niños pasan y giran a mirarme. Parecen descubrirme. La gente aquí adentro comenzó a clavar sus miradas extrañas, parecía incomodarles mi solitaria presencia, mi cuaderno a rayas y mi lapicera azul. Una serie de pensamientos contradictorios inundaron mi mente El café comenzó a enfriarse por la espera y, salí caminado con tranquilidad, luego de pasados 45 minutos. Había algo en el ambiente, supuse que no sería fácil y me alegró que así fuera, lo fácil siempre es pasajero y sólo prolonga soledades, aunque puede que Anabel nunca leyera aquella nota en el pequeño papel. Jamás mencionamos el asunto y nos limitamos a saludos cordiales en cada encuentro casual.

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